¿Qué pasaría si no cuestionásemos la historia, la historia-relato que se construye desde una voz? ¿En dónde quedaría sin este cuestionamiento nuestro lenguaje propio? El sujeto hispanoamericano quizás no se habría podido concebir, o tal vez la voz del mismo estaría sumida bajo los recuerdos de alguien más, bajo máscara o invención, bajo el lenguaje peninsular europeo. Pero eso habría sido imposible. Los códigos entre la expresión americana y la europea obedecen a motivaciones distintas.
¿Acaso la imagen no constituye gran parte de nuestro lenguaje? Si para el europeo, la lengua es la muestra de cultura; para nosotros es la imagen. Eliseo Diego así lo ha entendido. ¿Pero de dónde surge esa imagen? Todo indica que la poesía de Diego se habría fundado sobre una memoria. Hay que introducirse en sus textos, como el poeta se introduce en el lenguaje que deviene de la imagen para hablar con ella desde su utopía. Tal vez porque ella lo justifica como sujeto, en tanto es la muestra del mundo que se ha imaginado.[1]
En Diego hay que indagar la memoria desde el texto y hacia el mundo, aquel espacio que fue la caterva de proyectos de muchos y que generaron el nuevo mundo. ¿Cuál es entonces ese mundo para Diego? El poeta no puede hablar desde el mundo real, sino desde el universo de sus textos, de la memoria que reclama. Porque en él construye un conocimiento que da lugar al sujeto; lo que corresponde al papel asumido por el intelectual de crear la cultura: los cuerpos, espacios y relaciones sociales. Y Diego no puede hablar desde otro locus que no sea el interior de sus textos.
Si hay una memoria que enuncia sus deseos, hay que preguntarse cuáles son los cuerpos, el tiempo, el espacio y el lenguaje de esa memoria para conformar un mundo añorado. Esta interrogante hace preguntarme cómo la imagen se introduce en esta memoria; y sobre todo, qué devendrá de la relación imagen-memoria. ¿Cómo entender la memoria si no es a partir de la imagen? Es un problema que lo abordan varios estudiosos desde el ámbito de la historia como de la filosofía o la sociología.[2] Habrá que comenzar por el cuerpo, su tiempo, su espacio y su lenguaje para determinar la naturaleza de la memoria en la poesía de Eliseo Diego. Surge aquí otra pregunta: ¿para qué?, esta se abre como una mirada sorprendida. ¿Qué me dirá esta memoria sobre mi mundo o sobre mí? Reflexionar sobre la cualidad de la memoria que toma posesión de la poesía de Diego es buscar un ethos, que tal vez contenga el destino, la tragedia del sujeto hispanoamericano.
He decidido tomar cuatro poemas que conforman La calzada de Jesús del Monte, de 1949: “Voy a nombrar las cosas”, “Las columnas”, “El paso de Agua Santa” y “Los portales”. Esta elección se fundamenta en que presenta elementos constitutivos del universo para el yo poemático, desde los cuales fundamenta su conciencia y su memoria. La persistencia desentrañar una memoria de índole barroco responde a estos elementos así mismo, pues en ellos se aclara el sentido del cuerpo, el tiempo, el espacio y el lenguaje. No son los únicos, pero sin embargo sí constituyen un microcosmos en el poemario en relación con un cronotopo que es la Calzada de Jesús del Monte; mas debe quedar claro que no es desde esta construcción cronotópica desde la que hablaré en este trabajo.
El cuerpo de las cosas y el yo poemático
Querer nombrar las cosas no es un proyecto solo de dominación lingüística sobre el mundo para el poeta; por el contrario le representa una imposibilidad: la conciliación de sí mismo con el mundo. ¿Acaso no hay un desencanto aquí? El es, para la voz poética, una imposibilidad en “Voy a nombrar las cosas”. Si el título parece un proyecto sencillo, el texto restante plantea un cuerpo que no puede ser uno en el tiempo: solo en la atemporalidad del sueño, la voz poética parece alcanzar una unidad. Y es que ella solo se encuentra en su interior, no en el mundo de lo real, en el que deviene de la modernidad y del de las relaciones de capital.[3] El cuerpo alcanza momentáneamente la unidad en el espacio onírico:[4]
Y el interior sagrado, la penumbra
que surcan los oficios polvorientos,
la madera del hombre, la nocturna
madera de mi cuerpo cuando duermo.[5]
Mientras tanto, la conciencia parece saberse alejada, imposibilitada de la concreción del fenómeno del mundo añorado. ¿Cuál es sin embargo la noción de unidad del sujeto? La circunstancia onírica conduce a una preocupación y a una necesidad del poeta: ¿dónde y cómo encontrar la unidad? ¿Cómo hacerla si todos los objetos se hayan sin movimiento en el espacio y el tiempo?[6] El mundo no se mueve, efectivamente, permanecerá en estado vegetativo, distante, como aquellas columnas “En procesión muy lenta” que “figuran las columnas en reposo”.[7] La respuesta debe esperar ante la definición de los cuerpos que se construyen en el poema.
Primero, el universo para el poeta está constituido por la piedra, la penumbra y el polvo, elementos que no presentan una relación clara. Y es precisamente una oposición, una contradicción que forma la conciencia del sujeto la que va a concebir el cuerpo. En el primero poema, “Voy a nombrar las cosas”, existe un recorrido de imágenes contradictorias: la necesidad de unidad, la huella del recuerdo en el polvo, el bosque y el cádiz de la religión… Todas estas imágenes recaen en un oxímoron constante: la expresión de la contradicción a la que se debe este sujeto escindido y en la búsqueda de su unidad.
¿De dónde vienen estas imágenes contradictorias? Indudablemente de la memoria. Los objetos se encuentran inmóviles en un ambiente paradisiaco de la memoria. Las imágenes de los cuerpos y del cuerpo del poeta en sí tienen una construcción fundamentada en el oxímoron. ¿Por qué recurrir a la contradicción? El sujeto barroco es un sujeto abierto, que asume y acepta las contradicciones del mundo moderno,[8] sin que ello signifique la discriminación o la toma de partida por algún postulado; por el contrario, él se elige a sí mismo y a sus posibilidades creativas.[9] Y esto significa una transfiguración, a entender de Echeverría, del cuerpo bajo el dominio de la expresión estética: el mundo invisible, inaprehensible debe lograr encontrar un lugar en la realidad, la “actualidad imaginaria de la vida extraordinaria”[10] debe ser llegar a la vida funcional. Este movimiento de transfiguración permitiría vivir el mundo en su contradicción como un hecho ligado al sentido del prefijo ‘proto’.[11] Sin embargo, no es un proyecto que encuentre un lugar seguro en la realidad. El cuerpo en Diego no se puede concretar, pues el yo poético no logra anular completamente la distancia, no es más que solo imaginable y una promesa el alcanzar la unidad con el recuerdo, la utopía imaginada del continente. Y así lo entiende esta voz, pues el nombrar las cosas solo es su intento, su estrategia para que todas las cosas de su mundo de la memoria “pueda llamarlas de pronto con el alba”.[12]
Este cuerpo mantiene un deseo perenne, inexorable, que es incierto. Ya se conoce esta imposibilidad del deseo utópico: en El primer discurso, primer intento de concebir su mundo, se halla el recuerdo con un puro deseo que no deja que el cuerpo se concrete. Entonces, cada vez que se busca el retorno sobre los pasos, el oxímoron llega a romper el camino: adviene la contradicción, “el pánico tranquilo”, “las hogueras nevadas en figura de torres”,[13] que son el ir y venir de la memoria y de lo que son los objetos para el yo poético: lo inacabado y utópico.
Aquí ya hay dos cuerpos: el del yo poético que no logra la unidad; y el de los objetos que se encuentran en la memoria, alejados y derruidos. Ambos forman la conciencia del sujeto sobre el mundo que le es esquivo, pero que, a pesar de todo, es suyo. Todo se ha descompuesto para formar el cuerpo tercero de la memoria, el del polvo que recubre las cosas del recuerdo, los portales perpetuos. El oxímoron, entonces, no solo es muestra de la contradicción característica del sujeto, sino que enuncia el fuego originador del mundo, el que desarma y vuelve a crear los objetos metamorfoseándolos, el plutonismo muestra del sujeto hispanoamericano y de su mundo.[14] Y es aquí donde se encuentra además con la sinestesia que construye la caterva del mundo del sujeto que no excluye nada; es aquí donde los cuerpos asumen el mito, la religión, el fuego que arde “hacia dentro como los ojos blancos de los ángeles / en sus nichos de piedra que la lluvia rural va desgastando.”[15] O aquel “pánico tranquilo” que fusiona la contradicción de los sentidos y del mundo para el poeta.
Los cuerpos, distanciados del mundo real, entran por ello en una era imaginaria que crea la historia propia y rompe la historia-relato,[16] la contigüidad de los tiempos, para fusionar los elementos contradictorios en el sujeto.
El plutonismo que ha creado este sujeto abierto y alejado de sus recuerdos, le plantea en su memoria el paraíso, como el estado de la inocencia que se ha ido. Cuando las cosas del recuerdo se le aparecen lejanas y solo se acercan en el sueño, es el cuerpo que busca su unidad en el inicio de las cosas, busca su fundación y fin ulterior.
Las cosas en la memoria tienen un canto, unas voces que mueven, que motivan el cuerpo a levantarse, siempre en lo onírico, pero tal como un sueño, permanece la imposibilidad de aprehender las cosas. El tiempo le ha ganado a la carne de las cosas y la nostalgia llega para contribuir a formar la imagen del cuerpo incompleto:
Los hierros armoniosos que van en las carretas
iluminando reciamente alegres la pobreza
cuando las nubes rezagadas en mala sombra nos sepultan.[17]
Hay la nostalgia por el retorno del cuerpo hacia esa memoria que tan solo se le presenta al yo poético, pero que también se le distancia. El oxímoron, como constructor de una imagen nostálgica y barroca, afianza la imposibilidad de afianzar los objetos en el tiempo y el espacio. Al permanecer los objetos en esta contradicción, hay que tratar de aprehenderlos, de sujetarlos, y el único camino parece ser el lenguaje del dominador. Esta voluntad se contradice con la conciencia del sujeto, pues sabe que ello no podrá salvarlo del peligro del olvido cuando vuelva del mundo imaginario hacia el de la realidad.
Ahora, existe otra característica de estos cuerpos, más allá del alejamiento entre las cosas y el yo poético: es el cuerpo que contribuye a la voz mixta y del mito. Al ser este cuerpo uno que no tiene movimiento, y cuando goza de él, éste es angustioso y entrecortado, la imagen que adviene en la memoria conforma una estampa, una alegoría de mundo —¿acaso no es esta una necesidad barroca para representar el mundo?— Hay un mito, que resulta originario, primario, plutónico. El retorno al paraíso, como a una era de la inocencia, también manifiesta la presencia del cuerpo religioso, el que está en tránsito hacia el absoluto. Como el ser humano no puede ser dios, debe acercarse a él; solo en él se hallará la unidad que le pide tanto su existencia.
La naturaleza muerta, el estado vegetativo que asume el cuerpo, como si fuera una escultura, lo inmortaliza así como los motivos del inacabamiento, completamente perceptibles en la poesía de Eliseo Diego. El subterfugio barroco del cuerpo presentado como una estatua sin movimiento, sin vida funcional en el espacio, corresponde a una búsqueda de la perfección, de una mejor definición del sujeto que lo imbrica todo en sí y de su posicionamiento en la vida práctica. En este sentido, la suspensión de la abundancia de las imágenes que tienen que ver con el cuerpo ya no son solamente por lo inconcluso, sino que obedecerían al proyecto subterráneo de introducir la abundancia barroca e imaginaria al mundo real. Esta transición reclama una tecnología que sólo el arte puede brindar, sólo él permite a esta era imaginaria llegar, advenir; solo la alegoría barroca de la inmovilidad, de la metamorfosis de lo imaginario hace que el ejercicio de sustitución y condensación permanezca en su naturaleza de lo inseguro e incabado, de lo invivido en lo habitable del mundo real. Así, el cuerpo que emana de la poesía barroca de Eliseo Diego tiene su trascendencia en la cultura americana: el sujeto americano logra conformar una conciencia, no solo individual sino colectiva, empieza a manifestarla junto con una visión de su historia. Esta postura, entonces, significa el posicionamiento del sujeto en la vida práctica de manera singular, propia, no como emulación de un discurso, que le permitiría dominar el espacio y en el tiempo reales.[18]
Lo atemporal: el recorrido de las columnas y los portales
Si los objetos se encuentran en un estado vegetativo, no hay movimiento, y si este se encuentra ligado al tiempo, ¿qué tiempo nos presenta el poeta? ¿Qué tiempo le significa a él? Siempre las cosas permanecen alejadas, a lo sumo se puede entender un paso temporal entrecortado, en el instante en el que el yo poético quiere fundirse con el mundo de su memoria; mas inmediatamente llega lo estático, la imagen perenne e inmutable de lo derruido. Entonces, la imagen solo puede recurrir a la figuración, a la alegoría del mundo estático, lejano, como representación. Las columnas y los portales de la Calzada de Jesús del Monte, como parte del lugar de origen son muestras de un tiempo que no transcurre, que solo se mantiene en la memoria como la promesa del paraíso.
Y sin embargo, lo mítico se hace presente en la imagen misma al presentar los objetos erosionados: la piedra perpetua no escapa a los surcos que le deja la lluvia, y las columnas se dejan estar. Una nueva muestra del oxímoron, de la contradicción del sujeto.
A pesar de la erosión del objeto, este no cambia, nunca fue joven ni nunca envejecerá más. A partir de estos cuerpos derruidos se constituye el tiempo mítico que evoca la memoria del yo poemático; es cuando “bestias ocultas” de los tiempos aparecen. El monstruo no es, sin embargo, la incivilización, sino el ser que nace de la historia impuesta, de un relato que se superpuso al diálogo entre Atahualpa y Pizarro.
Todavía este tiempo mítico no acaba ni destruye, sino que es la huella del origen, del tiempo en espera perpetua de lo eterno. El polvo de los objetos pasa a los seres, recordándoles su génesis fantástica y dolorosa:
Y acumulaban polvo, eran lujosos en polvo como los majestuosos
pobres
cuando pasean los caminos cubriéndose de polvo desde los anchos
pechos
como si el polvo de la Creación fuese la ropa familiar de un hombre,
con parecida simplicidad temible colmábanse los portales
de aquel polvo tan hondo, tan espeso, alucinante agobio de los ojos.
Desde la fuente de Agua Dulce al nacimiento sombrío del silencio.
Es allí que alterna la vejez de las tablas oscurecidas blandamente
con la piedra rugosa, nevada y pontificia que coronan las nubes con
su purpúrea hiedra.[19]
Aquí el polvo es la manifestación, la alegoría del paso de un tiempo que no avanza, que recubre los objetos y los seres, que caracteriza la memoria en el proceso de la transfiguración hacia la ceniza. Vuelve a la idea católica en este tiempo perpetuo y mítico del origen: “polvo eres y en polvo te convertirás”. El goce parece suspenderse ante la promesa de la muerte, ante la elección consciente del yo poético por saberse destinado hacia la muerte como el único camino para encontrarse unificado.
El tiempo mítico entonces empieza a ser metonimia del plutonismo, del “fuego lejano que dibuja en el cristal las amorosas nuevas del pan y la familia”.[20] Así, el tiempo no es la continuación histórica de la conquista ni la colonia, sino que establece una era imaginaria que ha construido la cultura a través de sus imágenes petrificadas; permite el mundo que es la elección que toma el sujeto hispanoamericano como respuesta a la modernidad y al mundo del capital y se introduce el tiempo diluido con resonancias de las eras imaginarias prehispánicas, elevaciones de los objetos hacia un estado superior, de tono bíblico: “porque de cierto un arroyuelo muy profundo pasaba / entre las casas blancas, las tapias, las dolidas tejas, / porque de cierto es muchas veces peligroso / el cruce tan humilde, el ceniciento / Paso de nuestras Aguas Dulces, el siempre atardecido”.[21] El tiempo mítico en Los portales también se impone a la historia del lenguaje logocéntrico, al de la contigüidad, es el tiempo en que se imagina la historia, lo que no significa la erradicación del conflicto, sino que el texto apela al aparecimiento de la tragedia; por ello la memoria toma la forma de lo derruido, se imagina su tiempo eterno.
Solo la imaginación, según Lezama, puede dar paso a la tragedia[22] que forma parte de este tiempo de la contradicción del sujeto. Y es trágica porque no hay juicio, no hay la sentencia absoluta, solo la preocupación del destino,[23] una preocupación que media entre la contradicción del mundo imaginario y el real y su lógica. El transcurrir de los objetos, las columnas y los portales, las manos del abuelo en postura paciente, todas las imágenes estáticas sin embargo están ahí para insertar la vida inexistente en el mito, para generar una nueva historia que rompe con el relato tradicional, que resquebraja sobre todo con la linealidad que pide un inicio y un fin. Aquí se muestra la razón de esta imagen contradictoria, del oxímoron y sinestésica; se introduce la imagen en la memoria del yo, vuelta en mito y en el sincretismo del señor barroco,[24] plutónico y católico, barroco por conciencia, imagen y cultura de lo inacabado: el tiempo se encuentra suspendido porque no puede llegar al fin. ¿Y cuál es ese final? Solo se puede imaginarlo y concebirlo en la fe mítica de la espera, la esperanza y la angustia. Al final todo se encuentra con el silencio del secreto, con el misterio anhelado del corazón de Dios.
El lenguaje y la memoria barroca
Hay que partir ahora de un microcosmos que Eliseo Diego ha generado en su poemario La calzada de Jesús del Monte. “Voy a nombrar las cosas” es el poema fundamental en el que define el poeta el universo: la piedra, la penumbra y el polvo como principios plutónicos del mundo imaginado. El deseo ante el espacio es un deseo barroco, el de vivirlo, de introducirlo de alguna manera en la realidad, de ahí la idea de nombrar las cosas, para traerlas al mundo funcional, de ahí que el espacio sobrecargado sea el de lo pétreo, el de la penumbra y el polvo, solo advenido por el lenguaje, pues la escritura, así como la escultura y la pintura, es un medio por el que lo imaginario y el plutonismo llegan a transfigurar el mundo.
El espacio imaginario, petrificado, distanciado, responde a una concepción del mundo ideal, del goce, el de lo inacabado, que perturba a la lógica, a la razón. Este espacio llega con la concepción del tiempo y del cuerpo barrocos para liberar el pensamiento y la historia del hombre americano de los principios de la modernidad. Este espacio lugar es el del paraíso, continuamente deseado y esperado por el yo poético. Hay que nombrar las cosas de la memoria, los objetos estáticos y derruidos para que vuelva el origen, la inocencia al mundo embargado por la lógica y el razonamiento capitalistas.
El lugar imaginado adviene entonces en la piedra, en las penumbras del silencio de las fachadas de las iglesias y en el polvo sobrecargado de las cosas recordadas. La abundancia parece querer apropiarse como instancia sublime del mundo.
Si el mundo petrificado que presenta el poeta es una alegoría, al traerlo a la realidad por medio del lenguaje, se contamina el espíritu de las funciones representativas y de la máscara barrocas. La memoria, de esta manera, recorre la existencia con sus imágenes ambiguas, inacabadas, angustiantes y de goce al mismo tiempo, como si estuviéramos en una representación.
El lenguaje ahora deviene de la imagen, ya no de la razón occidental, sino de una alegoría nueva, sincretizada, barroca, siempre abierta al mundo. Así, las cosas, en el tiempo del Domingo, tienen que elevarse para lograr la unidad, para volver a dotarse de movimiento, para que se anule la distancia que mantiene el yo poético de Eliseo Diego y vuelvan a destruir la distancia entre significante y significado y sean el espíritu mismo de las cosas.
A pesar de ello, el espacio, el tiempo y el cuerpo que llegan con el lenguaje no pueden ser más que imágenes utópicas de la imaginación, por eso el poeta cae constantemente, cae en “sombra de aguas sola entre sombras cegadas”.[25]
Y el lenguaje, sin embargo, ya no es el mismo, es una lengua fantástica propia, llena de conciencia y de historia, de mito y creencia imaginaria, llena de cultura. El gongorismo ha pasado a ser parte de la conciencia del señor barroco, según Lezama, también como la manifestación propia del sujeto americano que introdujo por medio de estas formas su mundo mítico; así como el misticismo que eleva al sujeto para que tome su posición en el mundo: sus deseos, imágenes y acciones se ejecutan en el mundo imaginario. Gongorismo y misticismo, claras resonancias en la poesía de Diego, pero que se vuelven propias para la expresión propia de una América, para introducir una y otra vez el inacabamiento; para que el cuerpo se libere y obtenga su tiempo y su espacio, hay que romper las asimetrías clásicas, solo “la palabra le otorga a la pintura el don del tiempo. El tiempo le otorga al cuerpo el don de la palabra”.[26] De aquí en adelante, es posible la unidad, una aspiración mística que recorre cuerpo, tiempo, espacio y lenguaje. La era imaginaria que ha dado lugar a las imágenes barrocas en Diego responden al ámbito del espíritu; por ello, el sujeto que aquí se concibe debe buscar la trascendencia hacia Dios. Pero en Diego, la nostalgia, el oxímoron, la sinestesia (como elementos formales) y la contradicción propia del sujeto no logran el proyecto místico, solo hay deseo inacabado: el nombre propio del yo poemático se oscurece[27], y solo en el plano onírico logra un acercamiento incierto.
Todas las imágenes y conflictos responden a una concepción barroca del mundo y del sujeto; pero lo que hace a este sujeto es su memoria, sin ella no puede ser lo que es. La memoria recurre al deseo del paraíso y del cuerpo petrificado, porque ella misma es camino, es la instancia primera de la transustanciación del advenimiento de la era imaginaria hacia el mundo del capital, y establece al sujeto en un tiempo y espacio, bajo unas relaciones determinadas, conflictivas pero conciliadas en el sujeto gracias al recuerdo. La memoria barroca en Eliseo Diego es ese cronotopo persistente que atrae a sí toda otra lectura cronotópica: puede ser la Calzada de Jesús del Monte, puede ser las columnas derruidas, el oxímoron mismo, y aunque tengan al lenguaje como el medio para trasgredir, y a la tragedia como medio de conciliación, es la memoria el verdadero camino para que el mundo penetre en el sujeto social.
Y si seguimos por ello, no cabe duda que esta memoria incorpora las imágenes que justifican las relaciones sociales y culturales, pues han tenido relación con nuestras construcciones arquitectónicas y sociales, con nuestras expectativas y deseos de un mundo imaginado. Nuestro pensamiento, nuestra concepción del entorno parte de la imagen recordada, del mito o de la leyenda, a lo que responde nuestras construcciones o invenciones identitarias. La realidad por sí misma nos desencanta, y solo las construcciones míticas nos proporcionan una esperanza de la libertad o un goce advenidos por la memoria barroca que nos libera y nos condena, una insistencia palpable al caminar por la calle.
¿Acaso la imagen no constituye gran parte de nuestro lenguaje? Si para el europeo, la lengua es la muestra de cultura; para nosotros es la imagen. Eliseo Diego así lo ha entendido. ¿Pero de dónde surge esa imagen? Todo indica que la poesía de Diego se habría fundado sobre una memoria. Hay que introducirse en sus textos, como el poeta se introduce en el lenguaje que deviene de la imagen para hablar con ella desde su utopía. Tal vez porque ella lo justifica como sujeto, en tanto es la muestra del mundo que se ha imaginado.[1]
En Diego hay que indagar la memoria desde el texto y hacia el mundo, aquel espacio que fue la caterva de proyectos de muchos y que generaron el nuevo mundo. ¿Cuál es entonces ese mundo para Diego? El poeta no puede hablar desde el mundo real, sino desde el universo de sus textos, de la memoria que reclama. Porque en él construye un conocimiento que da lugar al sujeto; lo que corresponde al papel asumido por el intelectual de crear la cultura: los cuerpos, espacios y relaciones sociales. Y Diego no puede hablar desde otro locus que no sea el interior de sus textos.
Si hay una memoria que enuncia sus deseos, hay que preguntarse cuáles son los cuerpos, el tiempo, el espacio y el lenguaje de esa memoria para conformar un mundo añorado. Esta interrogante hace preguntarme cómo la imagen se introduce en esta memoria; y sobre todo, qué devendrá de la relación imagen-memoria. ¿Cómo entender la memoria si no es a partir de la imagen? Es un problema que lo abordan varios estudiosos desde el ámbito de la historia como de la filosofía o la sociología.[2] Habrá que comenzar por el cuerpo, su tiempo, su espacio y su lenguaje para determinar la naturaleza de la memoria en la poesía de Eliseo Diego. Surge aquí otra pregunta: ¿para qué?, esta se abre como una mirada sorprendida. ¿Qué me dirá esta memoria sobre mi mundo o sobre mí? Reflexionar sobre la cualidad de la memoria que toma posesión de la poesía de Diego es buscar un ethos, que tal vez contenga el destino, la tragedia del sujeto hispanoamericano.
He decidido tomar cuatro poemas que conforman La calzada de Jesús del Monte, de 1949: “Voy a nombrar las cosas”, “Las columnas”, “El paso de Agua Santa” y “Los portales”. Esta elección se fundamenta en que presenta elementos constitutivos del universo para el yo poemático, desde los cuales fundamenta su conciencia y su memoria. La persistencia desentrañar una memoria de índole barroco responde a estos elementos así mismo, pues en ellos se aclara el sentido del cuerpo, el tiempo, el espacio y el lenguaje. No son los únicos, pero sin embargo sí constituyen un microcosmos en el poemario en relación con un cronotopo que es la Calzada de Jesús del Monte; mas debe quedar claro que no es desde esta construcción cronotópica desde la que hablaré en este trabajo.
El cuerpo de las cosas y el yo poemático
Querer nombrar las cosas no es un proyecto solo de dominación lingüística sobre el mundo para el poeta; por el contrario le representa una imposibilidad: la conciliación de sí mismo con el mundo. ¿Acaso no hay un desencanto aquí? El es, para la voz poética, una imposibilidad en “Voy a nombrar las cosas”. Si el título parece un proyecto sencillo, el texto restante plantea un cuerpo que no puede ser uno en el tiempo: solo en la atemporalidad del sueño, la voz poética parece alcanzar una unidad. Y es que ella solo se encuentra en su interior, no en el mundo de lo real, en el que deviene de la modernidad y del de las relaciones de capital.[3] El cuerpo alcanza momentáneamente la unidad en el espacio onírico:[4]
Y el interior sagrado, la penumbra
que surcan los oficios polvorientos,
la madera del hombre, la nocturna
madera de mi cuerpo cuando duermo.[5]
Mientras tanto, la conciencia parece saberse alejada, imposibilitada de la concreción del fenómeno del mundo añorado. ¿Cuál es sin embargo la noción de unidad del sujeto? La circunstancia onírica conduce a una preocupación y a una necesidad del poeta: ¿dónde y cómo encontrar la unidad? ¿Cómo hacerla si todos los objetos se hayan sin movimiento en el espacio y el tiempo?[6] El mundo no se mueve, efectivamente, permanecerá en estado vegetativo, distante, como aquellas columnas “En procesión muy lenta” que “figuran las columnas en reposo”.[7] La respuesta debe esperar ante la definición de los cuerpos que se construyen en el poema.
Primero, el universo para el poeta está constituido por la piedra, la penumbra y el polvo, elementos que no presentan una relación clara. Y es precisamente una oposición, una contradicción que forma la conciencia del sujeto la que va a concebir el cuerpo. En el primero poema, “Voy a nombrar las cosas”, existe un recorrido de imágenes contradictorias: la necesidad de unidad, la huella del recuerdo en el polvo, el bosque y el cádiz de la religión… Todas estas imágenes recaen en un oxímoron constante: la expresión de la contradicción a la que se debe este sujeto escindido y en la búsqueda de su unidad.
¿De dónde vienen estas imágenes contradictorias? Indudablemente de la memoria. Los objetos se encuentran inmóviles en un ambiente paradisiaco de la memoria. Las imágenes de los cuerpos y del cuerpo del poeta en sí tienen una construcción fundamentada en el oxímoron. ¿Por qué recurrir a la contradicción? El sujeto barroco es un sujeto abierto, que asume y acepta las contradicciones del mundo moderno,[8] sin que ello signifique la discriminación o la toma de partida por algún postulado; por el contrario, él se elige a sí mismo y a sus posibilidades creativas.[9] Y esto significa una transfiguración, a entender de Echeverría, del cuerpo bajo el dominio de la expresión estética: el mundo invisible, inaprehensible debe lograr encontrar un lugar en la realidad, la “actualidad imaginaria de la vida extraordinaria”[10] debe ser llegar a la vida funcional. Este movimiento de transfiguración permitiría vivir el mundo en su contradicción como un hecho ligado al sentido del prefijo ‘proto’.[11] Sin embargo, no es un proyecto que encuentre un lugar seguro en la realidad. El cuerpo en Diego no se puede concretar, pues el yo poético no logra anular completamente la distancia, no es más que solo imaginable y una promesa el alcanzar la unidad con el recuerdo, la utopía imaginada del continente. Y así lo entiende esta voz, pues el nombrar las cosas solo es su intento, su estrategia para que todas las cosas de su mundo de la memoria “pueda llamarlas de pronto con el alba”.[12]
Este cuerpo mantiene un deseo perenne, inexorable, que es incierto. Ya se conoce esta imposibilidad del deseo utópico: en El primer discurso, primer intento de concebir su mundo, se halla el recuerdo con un puro deseo que no deja que el cuerpo se concrete. Entonces, cada vez que se busca el retorno sobre los pasos, el oxímoron llega a romper el camino: adviene la contradicción, “el pánico tranquilo”, “las hogueras nevadas en figura de torres”,[13] que son el ir y venir de la memoria y de lo que son los objetos para el yo poético: lo inacabado y utópico.
Aquí ya hay dos cuerpos: el del yo poético que no logra la unidad; y el de los objetos que se encuentran en la memoria, alejados y derruidos. Ambos forman la conciencia del sujeto sobre el mundo que le es esquivo, pero que, a pesar de todo, es suyo. Todo se ha descompuesto para formar el cuerpo tercero de la memoria, el del polvo que recubre las cosas del recuerdo, los portales perpetuos. El oxímoron, entonces, no solo es muestra de la contradicción característica del sujeto, sino que enuncia el fuego originador del mundo, el que desarma y vuelve a crear los objetos metamorfoseándolos, el plutonismo muestra del sujeto hispanoamericano y de su mundo.[14] Y es aquí donde se encuentra además con la sinestesia que construye la caterva del mundo del sujeto que no excluye nada; es aquí donde los cuerpos asumen el mito, la religión, el fuego que arde “hacia dentro como los ojos blancos de los ángeles / en sus nichos de piedra que la lluvia rural va desgastando.”[15] O aquel “pánico tranquilo” que fusiona la contradicción de los sentidos y del mundo para el poeta.
Los cuerpos, distanciados del mundo real, entran por ello en una era imaginaria que crea la historia propia y rompe la historia-relato,[16] la contigüidad de los tiempos, para fusionar los elementos contradictorios en el sujeto.
El plutonismo que ha creado este sujeto abierto y alejado de sus recuerdos, le plantea en su memoria el paraíso, como el estado de la inocencia que se ha ido. Cuando las cosas del recuerdo se le aparecen lejanas y solo se acercan en el sueño, es el cuerpo que busca su unidad en el inicio de las cosas, busca su fundación y fin ulterior.
Las cosas en la memoria tienen un canto, unas voces que mueven, que motivan el cuerpo a levantarse, siempre en lo onírico, pero tal como un sueño, permanece la imposibilidad de aprehender las cosas. El tiempo le ha ganado a la carne de las cosas y la nostalgia llega para contribuir a formar la imagen del cuerpo incompleto:
Los hierros armoniosos que van en las carretas
iluminando reciamente alegres la pobreza
cuando las nubes rezagadas en mala sombra nos sepultan.[17]
Hay la nostalgia por el retorno del cuerpo hacia esa memoria que tan solo se le presenta al yo poético, pero que también se le distancia. El oxímoron, como constructor de una imagen nostálgica y barroca, afianza la imposibilidad de afianzar los objetos en el tiempo y el espacio. Al permanecer los objetos en esta contradicción, hay que tratar de aprehenderlos, de sujetarlos, y el único camino parece ser el lenguaje del dominador. Esta voluntad se contradice con la conciencia del sujeto, pues sabe que ello no podrá salvarlo del peligro del olvido cuando vuelva del mundo imaginario hacia el de la realidad.
Ahora, existe otra característica de estos cuerpos, más allá del alejamiento entre las cosas y el yo poético: es el cuerpo que contribuye a la voz mixta y del mito. Al ser este cuerpo uno que no tiene movimiento, y cuando goza de él, éste es angustioso y entrecortado, la imagen que adviene en la memoria conforma una estampa, una alegoría de mundo —¿acaso no es esta una necesidad barroca para representar el mundo?— Hay un mito, que resulta originario, primario, plutónico. El retorno al paraíso, como a una era de la inocencia, también manifiesta la presencia del cuerpo religioso, el que está en tránsito hacia el absoluto. Como el ser humano no puede ser dios, debe acercarse a él; solo en él se hallará la unidad que le pide tanto su existencia.
La naturaleza muerta, el estado vegetativo que asume el cuerpo, como si fuera una escultura, lo inmortaliza así como los motivos del inacabamiento, completamente perceptibles en la poesía de Eliseo Diego. El subterfugio barroco del cuerpo presentado como una estatua sin movimiento, sin vida funcional en el espacio, corresponde a una búsqueda de la perfección, de una mejor definición del sujeto que lo imbrica todo en sí y de su posicionamiento en la vida práctica. En este sentido, la suspensión de la abundancia de las imágenes que tienen que ver con el cuerpo ya no son solamente por lo inconcluso, sino que obedecerían al proyecto subterráneo de introducir la abundancia barroca e imaginaria al mundo real. Esta transición reclama una tecnología que sólo el arte puede brindar, sólo él permite a esta era imaginaria llegar, advenir; solo la alegoría barroca de la inmovilidad, de la metamorfosis de lo imaginario hace que el ejercicio de sustitución y condensación permanezca en su naturaleza de lo inseguro e incabado, de lo invivido en lo habitable del mundo real. Así, el cuerpo que emana de la poesía barroca de Eliseo Diego tiene su trascendencia en la cultura americana: el sujeto americano logra conformar una conciencia, no solo individual sino colectiva, empieza a manifestarla junto con una visión de su historia. Esta postura, entonces, significa el posicionamiento del sujeto en la vida práctica de manera singular, propia, no como emulación de un discurso, que le permitiría dominar el espacio y en el tiempo reales.[18]
Lo atemporal: el recorrido de las columnas y los portales
Si los objetos se encuentran en un estado vegetativo, no hay movimiento, y si este se encuentra ligado al tiempo, ¿qué tiempo nos presenta el poeta? ¿Qué tiempo le significa a él? Siempre las cosas permanecen alejadas, a lo sumo se puede entender un paso temporal entrecortado, en el instante en el que el yo poético quiere fundirse con el mundo de su memoria; mas inmediatamente llega lo estático, la imagen perenne e inmutable de lo derruido. Entonces, la imagen solo puede recurrir a la figuración, a la alegoría del mundo estático, lejano, como representación. Las columnas y los portales de la Calzada de Jesús del Monte, como parte del lugar de origen son muestras de un tiempo que no transcurre, que solo se mantiene en la memoria como la promesa del paraíso.
Y sin embargo, lo mítico se hace presente en la imagen misma al presentar los objetos erosionados: la piedra perpetua no escapa a los surcos que le deja la lluvia, y las columnas se dejan estar. Una nueva muestra del oxímoron, de la contradicción del sujeto.
A pesar de la erosión del objeto, este no cambia, nunca fue joven ni nunca envejecerá más. A partir de estos cuerpos derruidos se constituye el tiempo mítico que evoca la memoria del yo poemático; es cuando “bestias ocultas” de los tiempos aparecen. El monstruo no es, sin embargo, la incivilización, sino el ser que nace de la historia impuesta, de un relato que se superpuso al diálogo entre Atahualpa y Pizarro.
Todavía este tiempo mítico no acaba ni destruye, sino que es la huella del origen, del tiempo en espera perpetua de lo eterno. El polvo de los objetos pasa a los seres, recordándoles su génesis fantástica y dolorosa:
Y acumulaban polvo, eran lujosos en polvo como los majestuosos
pobres
cuando pasean los caminos cubriéndose de polvo desde los anchos
pechos
como si el polvo de la Creación fuese la ropa familiar de un hombre,
con parecida simplicidad temible colmábanse los portales
de aquel polvo tan hondo, tan espeso, alucinante agobio de los ojos.
Desde la fuente de Agua Dulce al nacimiento sombrío del silencio.
Es allí que alterna la vejez de las tablas oscurecidas blandamente
con la piedra rugosa, nevada y pontificia que coronan las nubes con
su purpúrea hiedra.[19]
Aquí el polvo es la manifestación, la alegoría del paso de un tiempo que no avanza, que recubre los objetos y los seres, que caracteriza la memoria en el proceso de la transfiguración hacia la ceniza. Vuelve a la idea católica en este tiempo perpetuo y mítico del origen: “polvo eres y en polvo te convertirás”. El goce parece suspenderse ante la promesa de la muerte, ante la elección consciente del yo poético por saberse destinado hacia la muerte como el único camino para encontrarse unificado.
El tiempo mítico entonces empieza a ser metonimia del plutonismo, del “fuego lejano que dibuja en el cristal las amorosas nuevas del pan y la familia”.[20] Así, el tiempo no es la continuación histórica de la conquista ni la colonia, sino que establece una era imaginaria que ha construido la cultura a través de sus imágenes petrificadas; permite el mundo que es la elección que toma el sujeto hispanoamericano como respuesta a la modernidad y al mundo del capital y se introduce el tiempo diluido con resonancias de las eras imaginarias prehispánicas, elevaciones de los objetos hacia un estado superior, de tono bíblico: “porque de cierto un arroyuelo muy profundo pasaba / entre las casas blancas, las tapias, las dolidas tejas, / porque de cierto es muchas veces peligroso / el cruce tan humilde, el ceniciento / Paso de nuestras Aguas Dulces, el siempre atardecido”.[21] El tiempo mítico en Los portales también se impone a la historia del lenguaje logocéntrico, al de la contigüidad, es el tiempo en que se imagina la historia, lo que no significa la erradicación del conflicto, sino que el texto apela al aparecimiento de la tragedia; por ello la memoria toma la forma de lo derruido, se imagina su tiempo eterno.
Solo la imaginación, según Lezama, puede dar paso a la tragedia[22] que forma parte de este tiempo de la contradicción del sujeto. Y es trágica porque no hay juicio, no hay la sentencia absoluta, solo la preocupación del destino,[23] una preocupación que media entre la contradicción del mundo imaginario y el real y su lógica. El transcurrir de los objetos, las columnas y los portales, las manos del abuelo en postura paciente, todas las imágenes estáticas sin embargo están ahí para insertar la vida inexistente en el mito, para generar una nueva historia que rompe con el relato tradicional, que resquebraja sobre todo con la linealidad que pide un inicio y un fin. Aquí se muestra la razón de esta imagen contradictoria, del oxímoron y sinestésica; se introduce la imagen en la memoria del yo, vuelta en mito y en el sincretismo del señor barroco,[24] plutónico y católico, barroco por conciencia, imagen y cultura de lo inacabado: el tiempo se encuentra suspendido porque no puede llegar al fin. ¿Y cuál es ese final? Solo se puede imaginarlo y concebirlo en la fe mítica de la espera, la esperanza y la angustia. Al final todo se encuentra con el silencio del secreto, con el misterio anhelado del corazón de Dios.
El lenguaje y la memoria barroca
Hay que partir ahora de un microcosmos que Eliseo Diego ha generado en su poemario La calzada de Jesús del Monte. “Voy a nombrar las cosas” es el poema fundamental en el que define el poeta el universo: la piedra, la penumbra y el polvo como principios plutónicos del mundo imaginado. El deseo ante el espacio es un deseo barroco, el de vivirlo, de introducirlo de alguna manera en la realidad, de ahí la idea de nombrar las cosas, para traerlas al mundo funcional, de ahí que el espacio sobrecargado sea el de lo pétreo, el de la penumbra y el polvo, solo advenido por el lenguaje, pues la escritura, así como la escultura y la pintura, es un medio por el que lo imaginario y el plutonismo llegan a transfigurar el mundo.
El espacio imaginario, petrificado, distanciado, responde a una concepción del mundo ideal, del goce, el de lo inacabado, que perturba a la lógica, a la razón. Este espacio llega con la concepción del tiempo y del cuerpo barrocos para liberar el pensamiento y la historia del hombre americano de los principios de la modernidad. Este espacio lugar es el del paraíso, continuamente deseado y esperado por el yo poético. Hay que nombrar las cosas de la memoria, los objetos estáticos y derruidos para que vuelva el origen, la inocencia al mundo embargado por la lógica y el razonamiento capitalistas.
El lugar imaginado adviene entonces en la piedra, en las penumbras del silencio de las fachadas de las iglesias y en el polvo sobrecargado de las cosas recordadas. La abundancia parece querer apropiarse como instancia sublime del mundo.
Si el mundo petrificado que presenta el poeta es una alegoría, al traerlo a la realidad por medio del lenguaje, se contamina el espíritu de las funciones representativas y de la máscara barrocas. La memoria, de esta manera, recorre la existencia con sus imágenes ambiguas, inacabadas, angustiantes y de goce al mismo tiempo, como si estuviéramos en una representación.
El lenguaje ahora deviene de la imagen, ya no de la razón occidental, sino de una alegoría nueva, sincretizada, barroca, siempre abierta al mundo. Así, las cosas, en el tiempo del Domingo, tienen que elevarse para lograr la unidad, para volver a dotarse de movimiento, para que se anule la distancia que mantiene el yo poético de Eliseo Diego y vuelvan a destruir la distancia entre significante y significado y sean el espíritu mismo de las cosas.
A pesar de ello, el espacio, el tiempo y el cuerpo que llegan con el lenguaje no pueden ser más que imágenes utópicas de la imaginación, por eso el poeta cae constantemente, cae en “sombra de aguas sola entre sombras cegadas”.[25]
Y el lenguaje, sin embargo, ya no es el mismo, es una lengua fantástica propia, llena de conciencia y de historia, de mito y creencia imaginaria, llena de cultura. El gongorismo ha pasado a ser parte de la conciencia del señor barroco, según Lezama, también como la manifestación propia del sujeto americano que introdujo por medio de estas formas su mundo mítico; así como el misticismo que eleva al sujeto para que tome su posición en el mundo: sus deseos, imágenes y acciones se ejecutan en el mundo imaginario. Gongorismo y misticismo, claras resonancias en la poesía de Diego, pero que se vuelven propias para la expresión propia de una América, para introducir una y otra vez el inacabamiento; para que el cuerpo se libere y obtenga su tiempo y su espacio, hay que romper las asimetrías clásicas, solo “la palabra le otorga a la pintura el don del tiempo. El tiempo le otorga al cuerpo el don de la palabra”.[26] De aquí en adelante, es posible la unidad, una aspiración mística que recorre cuerpo, tiempo, espacio y lenguaje. La era imaginaria que ha dado lugar a las imágenes barrocas en Diego responden al ámbito del espíritu; por ello, el sujeto que aquí se concibe debe buscar la trascendencia hacia Dios. Pero en Diego, la nostalgia, el oxímoron, la sinestesia (como elementos formales) y la contradicción propia del sujeto no logran el proyecto místico, solo hay deseo inacabado: el nombre propio del yo poemático se oscurece[27], y solo en el plano onírico logra un acercamiento incierto.
Todas las imágenes y conflictos responden a una concepción barroca del mundo y del sujeto; pero lo que hace a este sujeto es su memoria, sin ella no puede ser lo que es. La memoria recurre al deseo del paraíso y del cuerpo petrificado, porque ella misma es camino, es la instancia primera de la transustanciación del advenimiento de la era imaginaria hacia el mundo del capital, y establece al sujeto en un tiempo y espacio, bajo unas relaciones determinadas, conflictivas pero conciliadas en el sujeto gracias al recuerdo. La memoria barroca en Eliseo Diego es ese cronotopo persistente que atrae a sí toda otra lectura cronotópica: puede ser la Calzada de Jesús del Monte, puede ser las columnas derruidas, el oxímoron mismo, y aunque tengan al lenguaje como el medio para trasgredir, y a la tragedia como medio de conciliación, es la memoria el verdadero camino para que el mundo penetre en el sujeto social.
Y si seguimos por ello, no cabe duda que esta memoria incorpora las imágenes que justifican las relaciones sociales y culturales, pues han tenido relación con nuestras construcciones arquitectónicas y sociales, con nuestras expectativas y deseos de un mundo imaginado. Nuestro pensamiento, nuestra concepción del entorno parte de la imagen recordada, del mito o de la leyenda, a lo que responde nuestras construcciones o invenciones identitarias. La realidad por sí misma nos desencanta, y solo las construcciones míticas nos proporcionan una esperanza de la libertad o un goce advenidos por la memoria barroca que nos libera y nos condena, una insistencia palpable al caminar por la calle.
Pablo Larreátegui Plaza
Ilustración de Albert Maurer
Bibliografía
· Diego, Eliseo, Obra poética, La Habana, Unión, 2001.
· Lezama Lima, José, La expresión americana, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1993.
· Fuentes, Carlos, Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1992.
· Echeverría, Bolívar, La modernidad de lo barroco, México D. F, Era, 1998.
· Moraña, Mabel, Viaje al silencio. Exploración del discurso barroco, México D. F. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998
· Halbwasch, Maurice, Los marcos sociales de la memoria, España, Anthropos, 2004.
· Ricœr, Paul, La memoria, la historia, el olvido, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2000.
· _______________, “Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico”, en ¿Por qué recordar?, Granicia.
[1] Cfr. José Lezama Lima, La expresión americana, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1993.
[2] Cfr. Maurice Halbwasch, Los marcos sociales de la memoria, España, Anthropos, 2004; Paul Ricœr, “Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico”, en ¿Por qué recordar?, Granicia; Paul Ricœr, La memoria, la historia, el olvido, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2000.
[3] Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, México D. F, Era, 1998, p.162.
[4] Infra p. El espacio
[5] Eliseo Diego, “Voy a nombrar las cosas”, Obra poética, La Habana, Unión, 2000, p. 27.
[6] Infra pp. 6, 7, 9-11.
[7] Eliseo Diego, “Las columnas”, op. cit., p. 29.
[8] Bolívar Echeverría, op. cit., p. 162.
[9] Idem. Cfr. Lezama Lima, op. cit.; Carlos Fuentes, Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1992.
[10] Bolívar Echeverría, ibíd., p. 192.
[11] Cfr. Idem.
[12] Eliseo Diego, “Voy a nombrar las cosas”, op. cit.
[13] Eliseo Diego, “Las columnas”, op. cit., p. 29.
[14] Lezama Lima, op. cit., p. 83.
[15] Eliseo Diego, “Los portales”, op. cit., p. 31.
[16] Infra pp. 6, 7.
[17] Eliseo Diego, “Voy a nombrar las cosas”, op. cit. La cursiva es mía.
[18] Cfr. Carlos Fuentes, op. cit., pp. 230-232.
[19] Eliseo Diego, “Los portales”, op. cit., p. 31.
[20] Ibíd., p. 32.
[21] Eliseo Diego, “El paso de Agua Dulce”, op. cit., p. 30.
[22] Carlos Fuentes, op. cit., p. 215.
[23] Ibid., p. 255.
[24] Cfr. Lezama Lima, op. cit.
[25] Eliseo Diego, “El paso de Agua Dulce”, op. cit.
[26] Carlos Fuentes, op. cit., p. 236.
[27] Eliseo Diego, “El paso de Agua Dulce”, op. cit.
Ilustración de Albert Maurer
Bibliografía
· Diego, Eliseo, Obra poética, La Habana, Unión, 2001.
· Lezama Lima, José, La expresión americana, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1993.
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· Echeverría, Bolívar, La modernidad de lo barroco, México D. F, Era, 1998.
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· Ricœr, Paul, La memoria, la historia, el olvido, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2000.
· _______________, “Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico”, en ¿Por qué recordar?, Granicia.
[1] Cfr. José Lezama Lima, La expresión americana, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1993.
[2] Cfr. Maurice Halbwasch, Los marcos sociales de la memoria, España, Anthropos, 2004; Paul Ricœr, “Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico”, en ¿Por qué recordar?, Granicia; Paul Ricœr, La memoria, la historia, el olvido, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2000.
[3] Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, México D. F, Era, 1998, p.162.
[4] Infra p. El espacio
[5] Eliseo Diego, “Voy a nombrar las cosas”, Obra poética, La Habana, Unión, 2000, p. 27.
[6] Infra pp. 6, 7, 9-11.
[7] Eliseo Diego, “Las columnas”, op. cit., p. 29.
[8] Bolívar Echeverría, op. cit., p. 162.
[9] Idem. Cfr. Lezama Lima, op. cit.; Carlos Fuentes, Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1992.
[10] Bolívar Echeverría, ibíd., p. 192.
[11] Cfr. Idem.
[12] Eliseo Diego, “Voy a nombrar las cosas”, op. cit.
[13] Eliseo Diego, “Las columnas”, op. cit., p. 29.
[14] Lezama Lima, op. cit., p. 83.
[15] Eliseo Diego, “Los portales”, op. cit., p. 31.
[16] Infra pp. 6, 7.
[17] Eliseo Diego, “Voy a nombrar las cosas”, op. cit. La cursiva es mía.
[18] Cfr. Carlos Fuentes, op. cit., pp. 230-232.
[19] Eliseo Diego, “Los portales”, op. cit., p. 31.
[20] Ibíd., p. 32.
[21] Eliseo Diego, “El paso de Agua Dulce”, op. cit., p. 30.
[22] Carlos Fuentes, op. cit., p. 215.
[23] Ibid., p. 255.
[24] Cfr. Lezama Lima, op. cit.
[25] Eliseo Diego, “El paso de Agua Dulce”, op. cit.
[26] Carlos Fuentes, op. cit., p. 236.
[27] Eliseo Diego, “El paso de Agua Dulce”, op. cit.
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